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Puedes leer el primer capítulo aquí: Silencio – Capítulo I


Silencio. Caminábamos despacio, pegados a las paredes desconchadas del segundo piso, como si el aire mismo pudiera delatarnos. La mujer morena iba adelante, los ojos verdes fijos en el pasillo, conteniendo el pánico con cada paso. La niña nos seguía sin hacer ruido, abrazada a una muñeca podrida, con la cara sucia y los labios partidos. Yo iba detrás, con el arma descargada en la mano y el cuerpo aún temblando por lo que habíamos visto abajo. Teníamos un plan: cruzar las habitaciones traseras, trepar al desván y huir por los tejados. Pero cualquier error, cualquier crujido, cualquier maldito suspiro… y estaríamos muertos. O peor: vivos lo suficiente para sentir cómo nos arrancaban la carne a mordiscos.

Avanzábamos sin hablarnos. Solo señales con la mano. La mujer indicaba la ruta con el dedo, tanteando el suelo con los pies. La tabla equivocada podía traicionar y revelar nuestra ubicación exacta.

Llegamos al fondo del pasillo. El techo era bajo. Sobre nosotros, la trampilla que daba al desván. Estaba justo al alcance.

—Yo subo primero —murmuré.

La mujer asintió. La niña temblaba. El miedo la tenía sin aliento.

Empujé la trampilla con cuidado. Crujió. Me detuve. Nadie respiró. Esperamos cinco, seis segundos… nada. Volví a moverla. Subí. Olía a polvo, a encierro. Lo importante: estaba vacío.

—Ayúdala —dije desde arriba.

La mujer levantó a la niña, que subió despacio, temblorosa. La tomé por los brazos. Estaba liviana, como si el hambre le hubiese vaciado hasta los huesos. Luego subió ella.

Desde el desván, teníamos una vista parcial del tejado por una ventana rota. Era una caída corta, pero aún así peligrosa. No podíamos fallar.

La niña se arrastró en silencio sobre el suelo cubierto de polvo, con las manos temblorosas. Entonces sucedió. Apoyó la palma sobre una tabla rota, y una astilla larga como un dedo se le clavó con fuerza. La madera la perforó limpia, de lado a lado. El cuerpo entero le dio un tirón involuntario. Sus labios se abrieron, pero se mordió el quejido. Aun así, al perder el equilibrio, su rodilla golpeó una caja de herramientas oxidada. El golpe resonó como un trueno en la quietud.

La mujer giró con horror. Yo cerré los ojos. Los gruñidos no tardaron. Brotaron como una ola negra. Golpes en la madera. Puertas que estallaban. Cristales que reventaban. Las escaleras crujieron bajo su peso podrido. Subían. Docenas.

—¡Rápido! —grité— ¡Por la ventana!

La rompí con una patada. La mujer ayudó a la niña a subir. Yo salí detrás. Estábamos sobre las tejas viejas del tejado, tambaleantes.

Pero cuando la niña apoyó el pie en la cornisa, uno de ellos apareció por la ventana. Un rostro desgarrado, con los ojos grises y salientes. Chilló. Estiró los brazos.

Ella intentó mantener el equilibrio, pero terminó tropezando.

—¡No! —aullé con todas mis fuerzas, como si algo dentro de mí se estuviera rompiendo.

La niña cayó. Su pequeño cuerpo chocó contra el cemento del patio interior. Se retorció de dolor. Gritó. Ese grito se me clavó en el pecho como un cuchillo.

Cinco, diez, quince cuerpos la rodearon de inmediato.

Yo me lancé hacia el borde, esperando poder hacer algo por ella, pero ya la tenían. Uno le desgarró el hombro. Otro le mordió la pierna. La niña chillaba, extendía la mano hacia nosotros. Una súplica muda. Uno de ellos la alzó del torso… y la partió en dos.

La sangre salpicó las paredes. Las tripas cayeron como serpientes al suelo. La cabeza de la niña giró hacia nosotros un segundo más… y luego vimos cómo la vida terminaba de irse de sus ojos.

La mujer chilló. Se soltó. Quiso saltar. Pero la detuve.

—¡¡No!! ¡Ya no hay nada que hacer!

Me golpeó. Me arañó. Me maldijo. Pero no la solté.

La arrastré. Corrimos por los tejados como animales, hasta alcanzar una cornisa más baja. Saltamos a un cobertizo, luego al suelo.

Atrás, los chillidos seguían. Las bestias, festejando un instante de calma de un hambre que no saseaba nunca.

Corrimos sin saber a dónde. Sin plan. Pasamos callejones. Muros con sangre seca. Autos abandonados. Cadáveres viejos.

Al fin, nuevamente silencio. Nos detuvimos entre las sombras de un taller destruido.

La mujer cayó de rodillas, jadeando.

Yo me senté. No dije nada.

Tenía sangre en las manos. No sabía si era mía, de la mujer… o de la niña. Miré al cielo. Y por primera vez en cinco años… lloré. No pensé que algo todavía pudiera romperme por dentro. Creí que ya no quedaba humanidad en mí. Me equivoqué.

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